14.5.07

Historia de una morena (II)

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Ese mismo día, después de acomodarla, la llevé al Retiro; hablábamos atropelladamente y yo, me moría por parecer interesante al tiempo que me debatía en la necesidad de ser leal a mi amigo el seductor. La miraba desde todos los ángulos y no parecía tener defecto alguno, era de una perfección que desconcertaba y esperaba que en cualquier momento le diera un ataque epiléptico o cualquier otra catástrofe que compensara toda aquella belleza. Nada ocurrió, para colmo, a través de nuestra conversación, se desprendía el hecho de que la relación con mi amigo era tan superficial que ella siquiera consideraba la posibilidad de verlo más que como una persona amable y amistosa. Prometí llevarla al día siguiente a la zona de la calle Madre de Dios, en la que estaba la escuela de baile motivo de su viaje, preparé una cena aceptable y, entrada la madrugada le dí las buenas noches y me metí en mi cuarto a pensar en ella con la excusa de dormir. Ella dormía en un sofá cama en la sala y apenas dormí esa noche, pero no me atreví siquiera a ir al baño por un extraño pudor a que pensara que mi intanción era verla subrepticiamente al atravesar la sala; además, quien me decía que quizás de noche, el hechizo se rompía y se convertía en una persona real.
Deseé con tanto fervor que llegara la mañana que lo conseguí, el sol de Octubre doró los árboles inmóviles y fué la señal para abandonar mi enclaustramiento confuso; ¿que sabía ella la hora a la que me levantaba habitualmente?. Abrí la puerta con delicadeza cuidándome de no parecer sigiloso, sentía que la naturalidad disfrazaría convenientemente mi zozobra. Intenté no mirar hacia su cama, pero una luz que provenía de su sonrisa atrajo mi atención. ¿Como podía ser que ni siquiera al despertar tuviera un aspecto terrenal?. Parecía como si durante toda la noche, mientras yo intentaba no pensar en la hermosura que dormía a cinco pasos de mi angustia, ella hubiera ensayado y perfilado el gesto dulce y sereno con que acabó de volverme loco. Me acuclillé a su lado y le hice todas las preguntas que no sentía pero que se supone haría un buen anfitrión. Preparé un desayuno "Continental" tal como había leído alguna vez en algún lado : café, lo que hubiera y zumo de naranjas. La servidumbre a las necesidades fisiológicas comenzó a convertirse en una tortura al caer en la cuenta de que sus rastros indeseados, desapercibidos cuando uno vive solo, deberían ser objeto de alguna estrategia de disimulo. Es probable que su condición de ser sobrenatural le hubiera ayudado a no mostrar servidumbres de ningún tipo a su cuerpo etéreo; pues tras darse un baño, salió dejando tras de sí, un perfume celestial y sombras huidizas de su contorno grácil flotando en el vapor del aire.
Lo mío fué más prosaico y fué un acierto entrar en segundo término, había demasiada humanidad en la niebla de la ducha al cerrar apresuradamente la puerta rogando que no necesitara entrar ella otra vez.

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