29.8.06

El síndrome de Estocolmo

Ángela llevaba recluída varios días en un cuartucho alejado de la vivienda principal y los oídos indiscretos de los vecinos; María Esther, su hija, la visitaba dos veces al día con el encargo de renovar el orinal esmaltado y llevarle algo de comer. Rafael sólo entraba en el pequeño habitáculo al anochecer, para llevarle su paliza diaria. Ángela, mujer enjuta y llorosa sintió pánico cuando la niña de ocho años la miró a los ojos con su mirada dura, y levantando la servilleta de su bandeja, le descubrió un revólver del calibre 38. Le ordenó a su pequeña hija lo repusiera cuanto antes a su sitio...¡Si él lo supiera...!
Una nueva mirada sin gesto alguno, y se giró sobre sus talones para marcharse altiva, sostenida por unas piernas blancas y flacuchas, dejando el comprometedor regalo a su temblorosa madre, que ocupó todo el día buscando un buen escondite.
Aguantó séis días de tunda puntual , y al séptimo despertó.
Mientras Rafael, confiado por la mansedumbre con que su víctima había soportado el último castigo, reponía el cinto educador a sus pantalones de hombre firme, una fiera saltó sobre su espalda aprisionándolo con todas sus fuerzas, al tiempo que apoyaba algo frío sobre su sien derecha. El "clic" que sonó pegado a su oído le heló el espinazo. Ángela no tuvo ánimos, ni fuerza para apretar el gatillo una segunda vez, el mensaje del destino la había anulado definitivamente. La soba fué tan brutal que fué un milagro que aquel despojo humano la hubiera sobrevivido. Despertó a María Esther para prometerle que la enviaría a servir al cumplir los 12 años, cosa que cumplió en el mismo día de su duodécimo cumpleaños. Aquel pueblo norteño siguió deslizándose en la particular normalidad de sus costumbres; María Esther se había convertido en Titina, una hermosa moza desterrada de los dominios de aquel hotelero leguleyo y cruel.

Cuando la maldad creó un absceso en aquel cerebro purulento y se lo llevó a la tumba, Ángela fué la viuda más doliente, denostando ante quien quisiera oirla, durante años, a María Esther, quien según ella se había presentado en el velatorio, con un abrigo rojo y una actitud vergonzosa. Titina al oir esta historia siempre comentaba que jamás hubiera considerado siquiera asistir a las honras fúnebres de un monstruo, y que nunca tuvo un abrigo rojo, ni de ningún otro color.

11.8.06

Oda al film transparente

Hay inventos de vuestra civilización
como las armas de destrucción masiva,
la hipocresía, El gran hermano y el Bótox
que deberían enrojeceros la razón.
Otros en cambio trepan a la cima
del Olimpo asombroso de lo práctico.
sustituyendo al otrora indiscutible
reluciente envoltorio de pitanzas .
Lo uso para tantas cosas
que no puedo imaginarme sin su alivio
a la hora de embalsamar a un bocadillo,
o proteger los cacharros tecnológicos
en mi perdida batalla contra el polvo.
Envuelvo incluso mi libro de las aves,
cuando salgo a reclutar un ornitólogo
o una belga entrada en años que se apunte
a elogiar mi cuidado con las cosas,
comentario casual en el que basa
su estrategia de orientarme hacia sus sábanas;
y yo voy , claro,
y aprovecho a ofrecer mi mercancía
Mientras tejo la maraña que un buen día
me dará su alma envuelta en plástico.