La conversación que tuvimos luego fué bastante tranquilizadora para mí. Sandra me aseguró que los que seguían el asunto, veían a la policía bastante desconcertada, sin pista alguna del asalto a la casa. Una cosa se daba casi por definitiva, se trataba de un suicidio. Ahora, más que nunca, el libro era la única posibilidad de desentrañar el misterio. Hice fotocopias de todo el libro y entregué a Sandra las páginas en Inglés maldiciendo mi ignorancia de esa lengua y quedamos para el siguiente fin de semana a fin de dedicarle al libro el mayor tiempo posible. Pasé los días siguientes intentando recuperar mi ritmo habitual, pero no fuí capaz de conseguirlo, mi vida había dado un vuelco y ya no me sentía al mando de sus evoluciones. Sentía aflorar en mí a un habitante de las profundidades de mi conciencia, sólido, hosco y obsesivo que siquiera sentía la necesidad de hablar, bañarse o comer.
Las fotocopias que había entregado a Sandra para que las tradujera, con la esperanza de que revelaran algo sustancial resultaron ser cartas de amor y desamor a una extranjera, que probablemente fuera uno de los infortunados inquilinos del jardín. En nuestra conversación telefónica del Viernes, prometió llevarlas traducidas al día siguiente y me hizo notar que percibía en mi conducta y hasta en mi voz, unas diferencias que no concretó.
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