Buenos días, traigo un manuscrito y me gustaría saber si es de interés para la editorial. Al ver el mazo sobado de papeles heterogéneos escritos a Bic la mujer arrugó un poco el ceño y preguntó:
-¿”Ese” manuscrito?
-Es que no tengo máquina de escribir y no conozco quien la tenga.
-…Pero hay personas que se dedican justamente a pasar en limpio, …transcribir.
-Olvidé decirle que tampoco tengo dinero.
-Lo siento, no acostumbramos trabajar de esta manera.
Me quedé un momento callado, ensayé una sonrisa que pretendía ser entre simpática y enternecedora y le pregunté sin convicción:
-¿No se le ocurre pensar que, quizás algún día, poseer este manuscrito podría ser muy rentable?.
La mujer paseó sus ojos con rapidez sobre mí, contuvo una sonrisa de desprecio y con los retales, elaboró otra entre benevolente y piadosa mientras clausuraba nuestro encuentro con un :
-”no lo creo…pero gracias igual, y lo siento”, al tiempo que me extendía su mano para dejar claro el estadio de nuestra entrevista. No pude determinar si en aquel sólido apretón de manos anidaba la franqueza o la difundida tesis comercial de que una mano “pescado muerto” genera desconfianza. En cualquier caso era un gesto logrado. Mientras estrechaba su mano, y a modo de confidencia bromista le dije: -”No se apure, con los genios siempre pasa igual”. Salí a la calle sin sensación derrota, enarbolando el estigma de la incomprensión y entré en un bar. Había imaginado muchas veces situaciones que acontecían en mi primer intento de publicar un trabajo; y en todas las ocasiones se producían duelos verbales, por demás ingeniosos, en los que la figura del editor, (siempre un hombre de poblada barriga) era el monstruo a batir con una retórica brillante. Como fuegos artificiales, pero con palabras.
El que hubiera aparecido una mujer sin barriga, hablando poco y de forma precisa, había destrozado rápidamente mis esquemas preconcebidos.
Al salir de la oficina, me demoré un poco en pulsar el botón de llamada del ascensor por si aquella mujer, abría apresuradamente la puerta para informarme que haría una excepción por algún motivo oscuro, (seguramente embelesada por el encanto personal que me gustaría poseer). Por supuesto nada ocurrió, y tomé el primer ascensor que me alejaba de la fama y la holgura económica.
Supongo que al llegar a casa mi ánimo había descendido algunos escalones, porque recuerdo haber liado un porro a deshoras, que fue la antesala de una poderosa siesta.
1 comentario:
Será que los fracasos a veces se nos escriben y una vez cometido uno el siguiente es más fácil.
saludos.
Elva*
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