Suelo dormir cuando necesito sintetizar y/o absorber algún contratiempo. Aquel día, la síntesis se demoró en llegar.
Al anochecer, prevenido de la caótica situación de mis finanzas, decidí llamar a mi amigo Agustín. El contestador me dio tiempo a repasar otras posibilidades y caer en la cuenta de que ya no había teléfonos a los que no debiera algún dinero.
-”Agustín, soy yo, llámame en cuanto tengas un minuto”. Sabía que lo escueto del mensaje, no traslucía la esencia de mis intenciones y quedé conforme a la espera de un hipotético contacto con la víctima. He llegado al convencimiento de que la presa conocía su condición de tal, porque no he vuelto a saber de él en este último mes, el más agitado de mi vida.
Al día siguiente fui al periódico; como siempre, al llegar sentí la inquietud del deseo subyacente de trabajar allí algún día y ver a todas horas a la saludable Sandra, mujer del director del dominical, ¡vaya tía!. Muchas veces ha coincidido que mientras esperaba entregar algún paquete, la dichosa Sandra, abandonaba el serpentario y se dirigía a un pasillo al otro lado de la sala pasando muy cerca mío; lo suficiente como que me pareciese percibir la vibración de aquel montón de músculos lascivos rematados por una cara al mejor estilo “yo no fui”. Cuando en su desplazamiento quedaba de espaldas a mí, me deleitaba paseando la mirada verticalmente por su cuerpo tantas veces como me era posible hasta que tras de sí aparecía una puerta marrón sin encanto aparente. Me temo no poseer dotes suficientes para describirla sin caer en algún comentario de mal gusto.
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