Sabía que no debía encender luces y esperé un momento a que mis ojos se acostumbraran a la penumbra, allí olía bastante mal, un aire pesado como de encierro y basura de días. Recordando películas de detectives, comencé por lo que parecía una biblioteca; un salón amplio con dos estanterías repletas de libros. Asistido por un mechero que se calentaba demasiado deprisa y poseía un coeficiente elevado de temblor, eché un vistazo a uno de los estantes medios; la mayoría de los títulos eran tan convencionales que no sugerían para nada estar en la casa de un monstruo. Claro, si tuviera libros como: El manual del crimen perfecto o Como descuartizar a sus víctimas, los interrogatorios se hubieran prolongado algo más, por si las moscas. Entre los papeles de una mesa que hacía las veces de escritorio había facturas de gas y teléfono, publicidad de muebles de oficina, nada importante. Me di cuenta pronto de que en realidad, no sabía qué buscar, y en un arranque de inescrupulosidad, comencé a tasar las cosas que allí había; una minicadena guapa llamó enseguida mi atención. Desconecté los cables, los hice un bollo y los metí junto con los componentes en una bolsa del Corte Inglés que había en un estante llena de folletos de viajes de esos que nunca haremos. En el segundo estante había un diccionario Inglés-Español que consideré de utilidad, y vaya si la tenía porque, dentro,y a lo largo de muchas páginas, estaban intercalados, impecables billetes de mil duros. A estas alturas, la investigación inicial había mutado en un pillaje descarado.
Comencé a retirar libros de sus anaqueles y revisar su interior en busca de retratos de su Majestad. Fue así como di con “El libro de los sueños”, de la forma más inesperada. Las tapas correspondían a un libro titulado “Radioscopia de las cuatro columnas” por Claudio del Véneto, pero contenía otro, un tomo con cuartillas cuidadosamente encuadernadas. Escrito a mano, estaba encabezado con caligrafía meticulosa con la leyenda:
El libro de los sueños
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